Sin la comida y el afecto en los albergues muchos moriríamos en el camino


Huehuetoca, Edomex., 28 de enero. Si los albergues que asisten con agua, alimentos y algo de calor humano a los centroamericanos transmigrantes que viajan por la ruta ferroviaria desde la frontera sur hasta la norte no existieran,uno simplemente no podría llegar a su destino. Seríamos muchos los que moriríamos sin remedio en el camino, dice un joven guatemalteco que agradece el plato de arroz y frijoles que le acaban de brindar en el Comedor Migrante San José, en el barrio de San Bartolo, en Huehuetoca.
Jonathan Estrada se cuelga la mochila y se prepara para seguir el viaje. Fuerte y bien vitaminado, como dice, esta madrugada llegó al nudo ferroviario de Lechería tras una de las travesías más duras del trayecto, que viene desde Orizaba, y al saltar a tierra vi todo negro y no supe más. Fue un desmayo. Para muchos otros es peor.
Este Comedor Migrante, presidido por una figura de yeso de un San José benevolente, es apenas una cocina, un comedor con muchas sillas, y un par de habitaciones en la planta alta. Fue reabierto oficialmente ayer, después de que las amenazas de grupos delictivos y la hostilidad de autoridades municipales orillaron a sus operadores a cerrar en noviembre pasado. Los voceros de una docena de colectivos humanitarios –Ustedes Somos Nosotros, Cultura Migrante, Programa de Atención al Migrante de la Ibero (Prami) y Movimiento Migrante Mesoamericano y varias congregaciones de religiosas y misioneras– convocaron a la prensa para anunciar la reanudación de sus labores.
Antes del cierre forzado, hace dos meses, no era sólo un comedor, sino un albergue que ocupaba un predio cinco veces más grande, que podría dar más servicios a la población migrante que pasa por este desprotegido corredor Ecatepec-Tultitlán, una de las zonas más azotadas por el crimen organizado en el altiplano, con municipios que tienen récord en feminicidios, secuestros y extorsión.
Después de que nos vimos forzados a cerrar, hubo una negociación con las autoridades estatales y municipales, Secretaría de Seguridad Pública, Instituto Nacional de Migración, las corporaciones policiacas y las comisiones de derechos humanos local y federal, explica Cristóbal Sánchez, de Cultura Migrante.
Se comprometieron a garantizar nuestra seguridad. Pero nos falta confianza para dar el siguiente paso y poner en funcionamiento el albergue, aunque sabemos que hace mucha falta. Lo que tenemos es sólo una promesa. La banda de extorsionadores que nos amenazó no se ha ido. No sabemos si volverán, agrega.
En estos colectivos trabajan universitarios, profesionistas, paramédicos, ciudadanos voluntarios dispuestos a llenar el vacío que dejaron los municipios, el gobierno estatal y la diócesis de Cuautitlán cuando, desde julio pasado, cerraron primero el albergue Juan Diego, en Tultitlán, más tarde un albergue provisional y finalmente dejaron indefensos a los activistas de Huehuetoca.
La indefensión
Desde los diarios y las radios locales y las agrupaciones vecinales, bajo el paraguas del PRI, en los alrededores de Lechería se atizó la hostilidad contra los migrantes centroamericanos que desde hace años pasan, por centenares cada día, por las vías del tren. “Detrás de esta hostilidad provocada –refiere Cristóbal, activista en la causa del migrantes desde que trabajó en el albergue de Ixtepec, Oaxaca– hay intereses económicos ilícitos. Hemos detectado que son monitores de los ayuntamientos los que organizan a los colonos. Pretenden alejarnos para dejar a los migrantes en total indefensión. Si no hay albergues de la sociedad civil, el migrante es un gran negocio. Les venden el agua, la comida, el hospedaje, la protección; los ofrecen a los extorsionadores y a los polleros. Algunos lugareños que se aprovechan de los migrantes se han incorporado al crimen organizado.”
Como los albergues son una piedra en el zapato para quienes lucran con la migración indocumentada, se multiplican las amenazas contra las organizaciones. En noviembre nos tocó aquí; balearon el local. Después fue en el albergue de Saltillo. Ahora es el de Tenosique el que está bajo presión.
Campo de concentración
Recibir alimentos, descanso y atención médica en este eje mexiquense es vital para la sobreviviencia del migrante. Cuando llegan finalmente al centro del país, apenas llevan medio camino recorrido. En el caso de Jonathan Estrada y su compañero Óscar Barrios, ambos guatemaltecos, cuentan ya tres semanas de viaje desde Tecún Uman; de estos 70 horas aproximadamente a bordo de los vagones de Ferromex y Ferrosur. El último punto donde probaron alimento, 20 horas antes, fue al pasar por Orizaba, donde encuentran siempre a Las Patronas, fraternales.
De ahí, el tren empieza a subir la Sierra Madre Oriental. Y los hombres, mujeres y niños que viajan a la intemperie conocen lo casi peor del viaje, el frío. La helada es peor que el hambre y la sed, coinciden todos los viajeros. Se sabe –en la radio bemba, que también viaja en ferrocarril– que hace unos días hubo fallecimientos por frío. Por eso llegamos devastados, sin fuerzas. Y deshidratados.
En Lechería fuimos tocando puertas, pidiendo agua. Nos dieron unos vasos que no pudimos beber porque tenían sanguijuelas, dice Óscar.
Después del cierre del albergue de Tultitlán el gobierno mexiquense y la diócesis de Cuautitlán abrieron una Casa del Migrante en Huehuetoca, a 10 horas de camino a pie de Lechería, donde los migrantes que vienen del sur bajan de los vagones, antes de que éstos entren en las aduanas. Es un predio de 10 mil metros, aislado, enmedio de las nopaleras, afuera de la población; una enorme carpa plástica, una alambrada de púas, una batería de letrinas portátiles y vigilancia policiaca. Ahí los viajeros deben identificarse con documentos, les retiran celulares y hasta encendedores antes de entrar. No pueden salir cuando deseen, ya que las puertas de cierran de nueve de la noche a nueve de la mañana. Pero los trenes salen de madrugada. No sin razón, muchos conocen el sitio como un campo de concentración.
Una vez que los migrantes alcanzan Huehuetoca, se dirigen hacia el basurero municipal, un punto estratégico. Cerca de ahí hay un patio de maniobras del ferrocarril. Ahí pueden abordar los vagones sin peligro.
En medio de la basura, bajo un pirul polvoriento, suelen encontrar algunos tesoros. Uno de ellos es una pepenadora, Teófila Rodríguez. El otro es un coreógrafo de valses, ex guardia de seguridad de una compañía ferroviaria, Adrián García. Junto con un equipo de voluntarios de la zona se dedican, desde hace siete años a alimentar y dar de beber a los migrantes. Llevan agua, tortillas, arroz, chicharrón, pan; lo que les den. Calientan agua en las noches heladas. Y Adrián, que pide a gritos que alguien me dé un curso de primeros auxilios, llama a un médico amigo para tratar deshidrataciones, fiebres y heridas leves, con las vendas y el Isodine que lleva en su morral.
Lo hacen, nos cuentan, porque les nace. Teófila platica que apenas la semana pasada se llevó a su casa a 14 migrantes, entre ellos un niño de cuatro años que sólo pedía de comer. Con dos kilitos de arroz y lo que me fiaron de la tienda les armé la comida. Se quedaron conmigo dos días. Me platicaron mil historias. Lloramos juntos. Y yo pensando en los parientes pobres que yo tengo, que también son migrantes. Si a ellos les ofrecen un vaso de agua, como yo lo ofrezco, me doy por bien pagada.
Blanche Petrich, La Jornada, 29 de enero.

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