En Palacio Nacional lo esperaba un pasillo de apapachos y cortesías

Habían estallado ya las  cuando Enrique Peña Nieto ingresó a Palacio Nacional, donde nunca hubo señales de tensión. Sin arrebatos a su paso, el presidente entrante mostró un rostro seguro, cálido, propositivo, que al final de la jornada le valió una treintena de aplausos.

Una imagen reflejó su postura: cuando, rumbo al templete de destellos plateados, se detuvo para saludar a la panista Josefina Vázquez Mota, su contrincante en la carrera presidencial y cuya presencia agradecería después durante su mensaje, mientras las palmas se generalizaban.

Los manoteos, los saqueos y las rechiflas, estaban lejos. A kilómetros del cerco de  que transformó al Zócalo de la ciudad en una zona de laberintos y atolladeros.

Aquí, en Palacio, pura camaradería…

“Mi gobierno escuchará todas las voces y será siempre respetuoso de las diversas expresiones”, diría el mandatario.

Tras tomar protesta a los integrantes de su gabinete —en un  aledaño al   de Palacio—, a quienes exigió pasión y trabajo en equipo, Peña Nieto se alistó para una caminata de apapachos y cortesías… Hasta que llegaron los honores de ordenanza y él comenzó a trazar su proyecto de gobierno frente a miles de asistentes, entre jefes de , diplomáticos, , empresarios, líderes religiosos, dirigentes sindicales,  y demás invitados especiales. Y entre priistas remotos y noveles.

Sus agradecimientos se extenderían al ahora ex presidente Felipe Calderón, por su apertura durante la etapa de transición, y a las Fuerzas Armadas “que siempre han actuado con patriotismo, valor y lealtad”, lo que también reavivó la ovación.

Además de un plan de acción, el de Peña Nieto fue un discurso de citas nostálgicas como la de revivir los trenes de pasajeros para conectar las ciudades, y de retratos sensibles porque evocaron a quienes han sido dañados por la violencia:

“La vida humana es el bien más preciado. Detrás de cada delito hay una historia de dolor y el Estado debe estar siempre al lado de las víctimas y sus familias”.

Y fue también un discurso de mensajes velados…  La afectuosa alusión a Vázquez Mota hizo recordar a los rivales ausentes, que para entonces, lejos de ahí, ya alebrestaban multitudes y exigían las primeras destituciones de la administración.

Fue la misma lectura de cuando pidió erradicar el encono y el odio, y cuando anunció políticas públicas encaminadas a evitar el endeudamiento en los estados, la venta de plazas magisteriales y la indiferencia hacia la juventud. Sus palabras tenían destinatarios claros y así parecían entenderlo quienes vitoreaban tanto en las primeras filas, como su esposa, su madre e hijos, como en los balcones de un segundo piso, desde donde colgaban, además de esperanzas, pendones tricolores.

No fue un mensaje de simples y solitarias promesas… Sin rasgos de superstición, el jefe del Ejecutivo anunció 13 decisiones concretas también con destinatarios visibles, en especial el secretario de Hacienda, Luis Videgaray, y la demacrada secretaria de Desarrollo Social, Rosario Robles, quienes susurraban entre sí con cierta inquietud ante las expectativas de felicidad.

“El objetivo es lograr un México donde cada quien pueda escribir su propia historia de éxito y ser feliz”, había dicho Peña Nieto.

Su mensaje duró lo de un medio tiempo de un partido de futbol: 45 minutos y escasos segundos de prórroga arbitral que alcanzaron todavía para sumar un par de palmoteos, mientras la vida en el Zócalo seguía con su ritmo cotidiano, entre ofertas de mercachifles que ofrecían sus baratijas y se abrían espacio en medio de vallas y uniformados, ajenos aún a los anhelos del nuevo presidente.

Daniel Blancas Madrigal, La Crónica, 2 de diciembre.

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