Uribe, en peligro de morir de éxito

Alvaro Uribe me recuerda a Vladimir Putin. Ambos llegaron al poder casi de puntillas, sin hacer muchos ruido, sin derrochar simpatía ni carisma, pero tampoco vendiendo un discurso populista y demagógico. En resumen, que no se parecen ni de lejos al bocazas del venezolano Hugo Chávez ni a Boris Yeltsin, tan recordado por sus excesos con el vodka.
La mirada fría de Uribe y Putin —uno, presidente de Colombia y el otro, “hombre fuerte” de Rusia desde su recién estrenado cargo de primer ministro— revela una personalidad calculadora y reservada, que ambos comparten con un tercero: el ex mandatario peruano Alberto Fujimori. A ninguno de los tres los querría como enemigos y mucho menos si juraron (y cumplieron) dedicar todas sus fuerzas y todos los recursos de los que disponen a derrotar a sus enemigos.
El problema, como se ha denunciado reiteradas veces en los casos de Putin y Fujimori —y empieza ya a salpicarle a Uribe, en los casos de la “parapolítica” y el presunto fraude en la reforma para su reelección—, es que algunos de esos recursos a los que recurrieron son de esos que se esconden en las cloacas del Estado.
Sin piedad con el enemigo. Recurriendo, reitero, a todos estos recursos, Putin mantuvo a raya el desafío de los separatistas chechenos, acabó con los ataques terroristas en Moscú y logró imponer un gobierno fiel al Kremlin en esa región caucásica.
Pese a las constantes denuncias de abusos y violaciones de derechos humanos cometidos en Chechenia y de terrorismo de Estado contra disidentes, los rusos se lo agradecieron a Putin y lo tienen como el político más popular de Rusia.
Sin embargo, Putin no recurrió a su inmensa popularidad para reformar la Constitución rusa y eternizarse en el poder, muy al contrario de lo que intentó Fujimori, quien aprovechó su éxito al poner de rodillas a los terroristas de Sendero Luminoso y el MRTA, para asestar un “autogolpe” en 1992 que le dio más poder y con el que pretendía perpetuarse en la jefatura del Estado.
Pero, eliminada la amenaza terrorista, el mandatario peruano descargó su creciente autoritarismo contra los medios opositores y la disidencia. Casos de corrupción de su gobierno grabados en videos y matanzas como la de estudiantes de La Cantuta, por la que en la actualidad está siendo juzgado, hundieron finalmente su popularidad y huyó del país en noviembre de 2000, poco después de ser reelegido por segunda vez.
¿Qué hará Uribe? El presidente colombiano también está logrando neutralizar el problema de terrorismo y de seguridad interna que afectaba a su país e impedía, como ocurrió en Perú y Rusia, por ejemplo, la llegada de la inversión extranjera y la buena marcha de la economía.
Uribe apostó desde un principio por la ayuda militar de Estados Unidos en el combate al narcotráfico, haciendo caso omiso de los duros ataques verbales que le llovieron. Pero su pueblo poco a poco empezó a ver cómo la lacra de la violencia caía, cómo no le temblaba el pulso a su presidente a la hora de extraditar narcos a EU, desarticulaba cárteles, destruía cultivos y laboratorios y se apoderaba de la inmensa fortuna de los capos de la droga.
Esa misma tecnología estadunidense y un ejército colombiano más motivado y entrenado la usó Uribe también para atacar todos los frentes de las FARC, los señaló como vulgares terroristas y narcotraficantes, y al mismo tiempo aplicó una política de perdón y reinserción social para guerrilleros que quisieran abandonar la lucha armada, tras comprobar que, con estos mismo incentivos, logró prácticamente desarticular todos los comandos paramilitares que, con la excusa de atacar a la guerrilla, también aterrorizaron durante años a la población, muchas veces con la complicidad de los políticos y las autoridades.
La cereza, Íngrid. El pueblo colombiano apreció también la reacción moderada de Uribe para no caer en las provocaciones de Hugo Chávez, que lo insultó una y otra vez tras considerar que el venezolano se extralimitó en sus funciones de mediador para canjear rehenes por presos de las FARC. Soportó también el chaparrón de insultos de sus vecinos tras bombardear un campamento de las FARC, que plácidamente “trabajaba” desde territorio ecuatoriano. Uribe se limitó a mostrar al mundo lo que denunciaba la computadora del abatido Raúl Reyes, número 2 de las FARC, mientras se preparaba para asestar otro golpe aún más espectacular a esa organización terrorista: la liberación de Íngrid Betancourt, el mayor botín de la guerrilla y el símbolo del drama de los secuestrados en Colombia.
Logrado este objetivo, como dijo Bogotá “sin dar un solo tiro”, la popularidad de Uribe, que ya era la mayor de todos los presidentes americanos, se disparó del 73 al 91 por ciento, y si se presentara a una segunda reelección en 2010 tendría una intención de votos del 79 por ciento.
Pero antes de que muera de éxito, Uribe debería explicar hasta qué punto participó en el delito de cohecho por el que la Corte Suprema de Colombia acaba de condenar a la ex legisladora Yidis Medina, culpable de “venderse” para cambiar su voto en el Congreso y permitir la reforma constitucional que dio paso al permiso para la reelección presidencial.
También debería impulsar, con el mismo fervor que lo hace contra el terrorismo de la guerrilla y el narco, una necesaria “limpieza” en la clase política, empezando por su partido y colaboradores cercanos que han sido acusados de colaborar con los paramilitares.
Bastaría con que Uribe leyera las denuncias que en su día hizo la periodista rusa asesinada Anna Politkovskaya, sobre las violaciones del Kremlin en Chechenia, o a Fuijmori, preso y sentado en el banco de los acusados, para tratar de evitar caer en las tentaciones autoritarias que afloran cuando un mandatario está en lo más alto de la cresta de la popularidad.
Fran Ruiz, Crónica, 7 de julio.

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